Una tarde en el cajero

Está atardeciendo en Muñiz, ciudad ubicada en el noroeste del gran Buenos Aires. Estoy haciendo la fila para poder extraer dinero del cajero automático del banco de Galicia. El sol me pega en la cara y con su luz, un tanto ocre, ilumina toda la avenida principal del partido. Hace varios días está dando vueltas en mi cabeza el trabajo que tengo que presentar para la Diplomatura. Siempre he cuestionado muchos modos de vivir que no me gustan de la sociedad en la que vivo. ¿Por qué es tan difícil acceder a un empleo que te permita vivir una vida digna? ¿Por qué hay tan pocos lugares para poder encontrarnos con la naturaleza? ¿Por qué corremos? ¿Qué carrera queremos ganar?

El ruido de los caños de escape de los autos, motos y colectivos que aceleran para que el semáforo no los demore treinta segundos me vuelve a la fila para entrar el banco. Observo como algunos logran el objetivo y otros, en cambio, pasan ese semáforo en amarillo y unos pocos en rojo. Miro el teléfono para ver la hora y para responder algunos mensajes. Nada aparentemente importante, mi madre que me pregunta cómo estoy y algunos mensajes en los grupos de los colegios para los que trabajo, problemas con el sistema y algunas indicaciones para nuestra práctica profesional. Hace años que los mensajes se multiplicaron y ya no hay días y horarios para dedicarle al trabajo. Muevo la cabeza en señal de resignación pero surge en mí una sonrisa irónica que se dibuja debajo del barbijo cuando me acuerdo de los mensajes que recibí durante mis vacaciones de verano… ¿Cuándo permitimos estar disponibles para trabajar todo el tiempo? ¿En qué momento se convirtió en urgente saber que una estudiante se quedó sin luz a la mañana y por eso no pudo asistir a la clase sincrónica con una profesora? Aprovecho, también, la distracción propuesta por el tránsito para revisar Instagram, Twitter y por arriba Facebook ya que son pocos los que siguen publicando algo interesante en esta red social. A los pocos minutos de empezar a revisar las redes sociales, ellas me indican que ya vi los mensajes de los últimos tres días. ¿Por qué el mensaje dice que ya vi las publicaciones de los últimos tres días si muchos ingresamos más de una vez al día a revisarlas? ¿Hay personas que, teniendo un teléfono inteligente, estén más de un día sin revisar su red social? ¿En qué momento se convirtió en esencial ver qué hace, cómo se viste, qué comió o dónde está alguien con quién poco me hablo o que, como Messi, no me conoce? ¿Quién me obliga a dedicarle mi tiempo a una pantalla?

Saco la vista del teléfono y lo guardo en el bolsillo. Vuelvo la vista a mi entorno. Estoy más cerca del cajero pero la fila sigue siendo del mismo tamaño porque cada vez más personas se acercan. Todas las personas que estamos en la vía pública estamos utilizando barbijo, algunas pocas dejando la nariz libre. ¿Sabrán los que dejan su nariz descubierta que aumentan su riesgo de contagio y el de los demás? ¿Hará mucho tiempo que están en la calle expuestas y estarán cansadas o acaloradas y por eso usan así el barbijo? ¿Qué estarán haciendo la gran cantidad de personas que caminan por la calle en plena pandemia? A unos metros veo un pibe de tez trigueña con gorrita, barbijo, mochila, una bolsa negra colgando y un par de medias en la mano. Asumo que no salió a mostrar sus medias a todo el mundo. De hecho, se acerca y nos ofrece tres pares de medias por un módico precio. Le digo que no y sigue a lo largo de la fila ofreciendo sus medias. Le digo que no porque no necesitamos medias en casa y porque no tengo efectivo. Pienso en la mala estrategia de ventas que usa para vender medias a personas que están por entrar al banco. Es evidente que la mayoría de las personas estamos para retirar dinero en efectivo. Es una práctica habitual en el conurbano bonaerense. Necesitamos ese papel de color, que llamamos dinero, para poder adquirir bienes y servicios. El almacén del barrio, la verdulería, la carnicería, el quiosco y la panadería no suelen aceptar tarjetas de débito. Siempre usan el viejo truco de “no hay sistema” o “tarjetas suspendidas”. Los comerciantes suelen tener esta práctica porque no quieren, o no pueden, pagar todas las cargas impositivas que implica tener un emprendimiento en nuestro país. Los pequeños o medianos comercios que abundan en nuestro territorio tampoco suelen tener a los empleados en “blanco”. Algunos les hacen hacer a sus empleados un monotributo para que por lo menos tengan cobertura social a un menor costo. Me pregunto qué podrían hacer los comerciantes para que su comportamiento sea bueno para ellos y para la sociedad. Hago un repaso rápido por los pequeños y medianos comercios que suelo visitar. Muchos no separan residuos en origen y tampoco lo fomentan. Muchos no ofrecen la posibilidad de retirar sus productos en paquetes retornables o sustentables y tampoco lo fomentan. Muy pocos tienen plantas en sus locales. Muy pocos dejan apagadas las luces de sus vidrieras durante la madrugada. Muy pocos reciclan papeles o sus facturas electrónicas las envían por correo en vez de imprimirlas. Muy pocos piensan en vender artículos duraderos. Muy pocos piensan en el rol social que tiene su emprendimiento. En cambio, muchos piensan en vender más y más. ¿Por qué quieren vender más y más? ¿Qué harán con el dinero que obtienen? ¿Ahorrarán? ¿Dedicaran la mayoría de sus ingresos al pago de impuestos? ¿Comprarán muchos bienes? No creo que se la pasen yendo a comprar porque la mayoría pasa mucho tiempo en sus trabajos. ¿Estarán todo el tiempo disponibles para atender a sus potenciales clientes? Los clientes, nosotros, ¿dedicamos la mayor parte de nuestros ingresos a comprar los bienes que venden todos estos comerciantes? Los asalariados, ¿cómo administramos nuestro salario? ¿Compramos lo más barato sin importar cómo se produce? ¿Compramos pensando si necesitamos lo que vamos a adquirir o simplemente si lo queremos? ¿Llevamos bolsas reutilizables para transportar lo que compramos? ¿Compramos productos que vengan en envases reutilizables? ¿Separamos nuestros residuos en origen?

Otra vez el ruido de los caños de escape de los autos, motos y colectivos que aceleran para que el semáforo no los demore treinta segundos me vuelve a la fila para entrar al banco. La escena en la calle se repite, algunos vehículos logran el objetivo y otros, en cambio, pasan ese semáforo en amarillo y unos pocos en rojo. Parece un déjà vu pero no, es una escena habitual. Vuelvo mentalmente a la fila. Soy unos de los próximos para entrar el banco. Empiezo a repasar mentalmente las claves y las medidas de seguridad que tengo que tener en cuenta. Miro a mi alrededor para ver si hay alguien sospechoso. ¿Cómo me puedo dar cuenta si alguien es sospechoso? ¿Quiénes son los sospechosos? ¿Qué características tiene que tener una persona para que le pueda colgar ese cartel sólo con mirarla? ¿Quién me dio la idea de que existen personas sospechosas? Gracias a Dios, nunca me robaron a la salida de un banco. Entonces, ¿me la habré hecho yo sólo esa idea de que hay personas sospechosas? ¿Alguien de la fila sospecha de mí y me considera sospechoso? Mientras mi mirada recorre el interior del banco donde están los casi diez cajeros automáticos las veo a ellas. Las veo apoyadas en una esquina, tiradas en el piso. Digo tiradas y no sentadas porque la mayor parte de sus cuerpos estaban sobre el piso. Ella, muy joven, de pelo negro, ondulado y visiblemente sucio. Tenía puesta una campera oscura, una remera blanca y un pantalón de jean. Toda su ropa estaba visiblemente sucia. El barbijo también estaba sucio y muy mal puesto. Tatuajes de muy poca calidad en partes de los brazos y piernas dejaban verse. Sobre su falda estaba la beba. Una colita roja intentaba ordenar su pelo negro. Los cachetes rosados, algunos mocos en su cara y las manos llenas de tierra que se hacían barro con su baba. Su ropita, al igual que la de la joven que estaba a su cargo, estaba visiblemente sucia. Jugaba con un vaso descartable de plástico. Su mamadera y el chupete estaban tirados en el suelo. En el piso del hall del banco. Las miro. La joven me esquiva la mirada. Ahí me doy cuenta que tengo los anteojos de sol y que muy posiblemente no puede distinguir la forma en la que las estoy mirando. Por eso, enseguida, trato de hacer una sonrisa. Pero tengo el barbijo. Me saco los anteojos de sol. La joven ya no me mira. Yo tampoco insisto. Miro a la beba. Juego con los anteojos subiéndolos y bajándolos, y le guiño un ojo, y me sonríe. Pienso en mis hijos. Pienso en Pedro, en sus 10 años, en su infancia. Pienso en Juan, que tampoco con sus 7 años nunca vivió eso. Pienso en Fátima que tiene 4 años. En nuestra familia nadie vivió algo similar. Nadie tuvo o quiso vivir de la limosna ajena. ¿Alguien quiere vivir de la limosna ajena? ¿Alguien busca como única forma de sobrevivir la limosna ajena? ¿Alguna persona puede querer vivir tirada en el piso de un banco viendo como pasan las personas a sacar plata que ella no posee y esperando a que alguien le tire unos pesos?  Una persona libera un cajero y me interrumpe la visión y el pensamiento. Sale sin dar signos visibles de haber visto a la joven y a la beba. Otras dos personas hacen lo mismo. Casi al mismo tiempo. Y se liberan dos cajeros más. Es mi turno. Chequeo que no haya ningún dispositivo que duplique mi tarjeta. Por seguridad. Porque el dinero que está en esa cuenta bancaria es el que usamos para comprar, para pagar el colegio de los chicos, los servicios públicos, los impuestos, todo lo que necesitamos para vivir y sobrevivir. Hago la operación. Extraigo el dinero. No me da mucho cambio. Separo un billete que lo dejo en mi mano. Guardo mi billetera con la tarjeta y el ticket de la operación. Ticket que siempre termina siendo un bollito de papel esencial para mi bolsa de basura. Me dirijo hacia la joven. No nos decimos nada. No me mira a los ojos, pese a que intento cruzar las miradas. Me extiende la mano. Le doy el dinero y me voy. Todo en silencio. Un silencio aterrador. Un silencio que me deja vacío. Lleno de preguntas, bronca y tristeza. ¿Pude haber hecho más? ¿Pude haberles dado más? ¿Alguien las ayudará un poco más? ¿Habrá pasado alguien de la municipalidad para ayudarlas? ¿Alguien de alguna O.N.G. se acercará a ellas? ¿En dónde vivirán? ¿En dónde pasarán sus días? ¿Tendrán ilusiones, sueños, metas? ¿Podrán soñar? ¿Usarán alguna droga para tratar de huir aunque sea un rato de esa realidad? ¿Quién se beneficia con esta situación? ¿A quién le importa el otro? ¿A mí me importa el otro? ¿Qué hago por el otro? ¿Qué les exijo a los organismos públicos que hagan por los más necesitados?      

Pasaron unos cuantos días desde que fui el banco. Estoy sentado frente a la computadora intentando hacer una reflexión sobre la posible reforma o reemplazo del sistema global económico y político. Me recibí de Contador Público en 2012 y luego de Profesor Universitario en 2016. Doy clases de economía en institutos de nivel secundario. Todas las semanas analizamos y reflexionamos con los alumnos temas de economía. Y, humildemente, me siento incapaz de responder esa pregunta. Creo que mi incapacidad radica en la imposibilidad de abarcar el término “global” en dos páginas. Los autores con los que trabajo en mis clases sostienen que “la economía estudia como las sociedades administran los recursos escasos para producir bienes y servicios, y distribuirlos entre los individuos”[1]. Partiendo de esta definición la economía práctica es el ejercicio de administrar, producir y distribuir bienes y servicios escasos. Me tomo el atrevimiento de decir que la economía es el cómo nos comportamos en relación a los recursos escasos. Cómo se comporta la sociedad. Cómo me comporto yo que soy parte de la sociedad. Esto implica una responsabilidad personal y comunitaria. Sin la responsabilidad en el actuar personal se debilita el actuar comunitario. Sin la responsabilidad comunitaria se debilita la responsabilidad personal. Pienso en el pasado. Pienso en nuestros héroes nacionales. Sin Belgrano no hubieses habido país. Pero sólo con Belgrano tampoco hubiésemos tenido una Nación libre. Fue necesaria la acción de muchos otros héroes y de muchas personas que no figuran en los libros de historia pero que sin ellos no hubiese sido posible. En mi relato intento mostrar en la realidad lo que Francisco describe de mejor forma en la encíclica. El “Deterioro de la calidad de vida” (LS Ptos. 43 a 47), la “Contaminación” (LS Ptos. 20 a 26), la “Inequidad planetaria” (LS Ptos. 48 a 52) y hasta “La debilidad de las relaciones” (LS Ptos. 53 a 59). Esto está presente en nuestras vidas. Nadie escapa a esto. Todos podemos hacer algo. Y, como dejo ver en mi relato, a mí me falta mucho. Espero después de haber cursado la Diplomatura y de haber escrito esta reflexión, poder cambiar mi vida. Poder incentivar a otros a mejorar el mundo. Sin esperar que por arte de magia o por la astucia de un héroe todos cambien. Espero que todos los ciudadanos de a pie hagamos el cambio. Y que todos los que realizamos actividades económicas y/o políticas seamos esos ciudadanos de a pie.

 

Andrés  


[1] Economía, principios y aplicaciones. Mochón y Beker. Editorial McGraw-Hill Editores S.A.

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